Por Eduardo Galeano
En el escenario de la cordura, un ataque de locura.
En un templo consagrado a la adoración del fútbol
y al respeto de sus reglas, donde la Coca-Cola
regala felicidad, Master Card otorga prosperidad
y Hyundai brinda velocidad, se disputan los
últimos minutos del último partido del campeonato mundial.
Éste es, también, el último partido del mejor
jugador, el más admirado, el más querido, que
está diciendo adiós al fútbol. Los ojos del mundo
están puestos en él. Y súbitamente este rey de la
fiesta se convierte en un toro furioso y embiste
a un rival y lo voltea, de un cabezazo en el pecho, y se va.
Se va echado por el árbitro y despedido por la
rechifla del público, que iba a ser una ovación.
Y no sale por la puerta grande, sino por el
triste túnel que conduce a los vestuarios.
En el camino, pasa junto a la copa de oro
reservada al equipo campeón. Él ni la mira.
* * *
Cuando este Mundial empezó, los expertos dijeron
que Zinedine Zidane estaba viejo.
Mariano Pernía, el argentino que juega en la selección española, comentó:
Viejo es el viento, y sigue soplando.
Y Francia derrotó a España y Zidane fue, en ese
partido y en los partidos siguientes, el más joven de todos.
Después, al fin del campeonato, cuando ocurrió lo
que ocurrió, fue fácil atacar al malo de la
película. Pero era, y sigue siendo, difícil
comprenderlo. ¿Será verdad? ¿No será una
pesadilla, un sueño equivocado? ¿Cómo pudo
abandonar a los suyos cuando más lo necesitaban?
Horacio Elizondo, el árbitro, le sacó la roja con
toda razón, pero ¿por qué Zidane hizo lo que hizo?
Según parece, el zaguero italiano Marco Materazzi
le ofreció algunos de esos insultos racistas que
los energúmenos suelen chillar desde las tribunas
de los estadios. Zidane, musulmán, hijo de
argelinos, había aprendido a defenderse, allá en
la infancia, cuando recibía ataques así en los
suburbios pobres de Marsella. Conoce bien esos
insultos, pero le duelen como la primera vez; y
sus enemigos saben que la provocación funciona.
Más de una vez le han hecho perder los estribos
de esta sucia manera, y Materazzi no es, que digamos, famoso por su limpieza.
Este Mundial estuvo signado por las consignas que
las selecciones enarbolaron, al comienzo de los
partidos, contra la peste universal del racismo,
y Zidane fue uno de los jugadores que lo hizo posible.
El tema arde. En vísperas del torneo, el
dirigente político Jean-Marie Le Pen proclamó que
Francia no se reconocía en sus jugadores, porque
eran casi todos negros y porque su capitán, el
árabe éste, no cantaba el himno. Algún tiempo
antes, el entrenador de la selección española,
Luis Aragonés, había llamado «negro de mierda» al
jugador francés Thierry Henry, y el presidente
perpetuo del fútbol sudamericano, Nicolás Leoz,
presentó su autobiografía diciendo que él había
nacido «en un pueblo donde vivían quinientas personas y tres mil indios».
* * *
Pero, ¿se puede reducir a un insulto, o a varios
insultos, esta tragedia del ganador que elige ser
perdedor, el astro que renuncia a la gloria cuando la está rozando con la mano?
Quizás, quién sabe, esa loca embestida fue,
aunque Zidane no lo quisiera ni lo supiera, un rugido de impotencia.
Quizás fue un rugido de impotencia contra los
insultos, los codazos, las escupidas, las
pataditas arteras, las simulaciones de los
expertos en revolcones, maestros del ay de mí, y
contra las artes de teatro de los farsantes que
te matan y ponen cara de yo no fui.
O quizás fue un rugido de impotencia contra el
éxito arrollador del fútbol feo, contra la
mezquindad, la cobardía y la avaricia del fútbol
que la globalización, enemiga de la diversidad,
nos está imponiendo. Al fin y al cabo, a medida
que el campeonato avanzaba, se iba haciendo cada
vez más claro que Zidane no era de este circo.
Y sus artes de magia, su señorío, su melancólica
elegancia, merecían el fracaso, así como el mundo
de nuestro tiempo, que fabrica en serie los
modelos del éxito, merecía este mediocre campeonato mundial.
* * *
Y de alguna manera también se puede decir que
Italia merecía la copa, porque todas las
selecciones, quien más, quien menos, jugaron a la
italiana y con el mismo esquema de juego, línea
de cuatro atrás, defensa cerrada y goles robados por contraataque.
Se impuso Italia, como tenía que ser. Al fin y al
cabo, el cerrojo, el catenaccio, le ha dado
muchos bostezos, pero también le ha dado cuatro
trofeos mundiales. Y a lo largo de esta cuarta
victoria sólo recibió dos goles, uno en contra y
otro de penal, y en la retaguardia, no en la
vanguardia, tuvo sus mejores jugadores: Buffon, arquero, y Cannavaro, zaguero.
Ocho jugadores de la Juventus llegaron a la final
en Berlín: cinco jugando por Italia y tres por
Francia. Y se dio la casualidad de que la
Juventus era la escuadra más comprometida en los
chanchullos que se destaparon poco antes del
Mundial. De las «manos limpias» a los «pies
limpios»: la justicia italiana parecía decidida a
mandar al exilio, a la serie B y a la serie C, a
los clubes más poderosos, incluyendo a la Lazio,
a la Florentina y al Milan del virtuoso Silvio
Berlusconi, que practicó el fraude y la impunidad
en el fútbol, en los negocios y en el gobierno.
Los jueces comprobaron toda una colección de
trapisondas, compra de árbitros, compra de
periodistas, falsificación de contratos,
adulteración de balances, reparto de posiciones
en la liga italiana, manipulación de los programas de la tele…
Un ministro del gobierno anunció la amnistía si
Italia ganaba el Mundial. Italia ganó. ¿Quedará
todo en la nada, una vez más y como siempre? A
Zidane el juez lo echó por mucho menos.
* * *
Alguien, no sé quién, supo resumir así esta copa 2006:
Los jugadores tienen una conducta ejemplar. No beben, no fuman, no juegan.
Los que de vez en cuando embocaban al arco, no
jugaban lindo, y los que jugaban lindo nunca
embocaban al arco. Toda África quedó afuera,
desde temprano, y al rato nomás también marchó al exilio toda América Latina.
El campeonato mundial se convirtió en una eurocopa.
Los resultados recompensaban esto que ahora
llaman sentido práctico: altos muros defensivos y
adelante algún goleador, un Llanero Solitario,
implorando un favorcito de Dios. Como suele
ocurrir en el fútbol y en la vida, pierde el que
mejor juega y gana el que juega a no perder.
Los penales ayudaron a la injusticia. Hasta 1968,
los partidos difíciles se definían al vuelo de una moneda.
De alguna manera, así sigue siendo. Concluido el
alargue, los penales se parecen demasiado al
capricho del azar. Argentina fue más que Alemania
y Francia más que Italia, pero unos pocos
segundos pudieron más que dos horas de juego y
Argentina tuvo que volverse a casa y Francia perdió la copa.
* * *
Poca fantasía se vio. Los artistas dejaron lugar
a los levantadores de pesas y a los corredores
olímpicos, que al pasar pateaban una pelota o un rival.
Tan aburrido resultó el Mundial que los dueños
del negocio no han tenido más remedio que ponerse
a imaginar proyectos para inyectar entusiasmo al
decaído espectáculo. Una de las ideas nacidas en
el seno de la fifa propone castigar el empate con
cero punto. Otra sugiere agrandar los arcos para
aumentar los goles. Y otra, si no te gusta la
sopa, dos platos, proyectan una copa cada dos años.
Pero el fútbol profesional, espejo del mundo,
juega por ganar, no por disfrutar, y el cálculo
de costos se burla de estas inútiles piruetas
imaginarias de los burócratas que comandan el fútbol mundial.
Menos mal que el fútbol profesional no es todo el
fútbol. Basta con asomarse a las calles, a las
playas, a los campitos, para comprobar que
todavía la pelota puede rodar con alegría.
En el fútbol profesional, el que sale en la tele,
poca alegría se ve. Parecemos condenados a la
nostalgia del viejo tiempo de los cinco forwards,
y a la triste comprobación de que ahora nos queda
uno sólo, y al paso que vamos ni uno quedará: todos atrás, nadie adelante.
Como ha comprobado el zoólogo Roberto Fontanarrosa,
el delantero y el oso panda son especies en extinción.
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